Hoy, estaba viendo una conocida serie americana, con localización explícita en Nueva York cuando me he acordado de la conversación que tuve con una amiga ayer por la tarde, y de mi anterior reflexión hace unas semanas sobre el tema que tratamos: Nueva York.
Y es que desde pequeña, siempre que a un grupo de niños y niñas nos preguntaban a qué ciudad querriamos ir de viaje, todo el mundo decía Nueva York. Menos yo. A mi Nueva York me daba absolutamente igual, quiero decir, para ver edificios altos me voy a Bangok, que está el primer o segundo edificio más alto del mundo. Para ver un parque grande me voy a Londres, que con el Hyde Park ya tengo de sobras y está más cerca. Si quiero perderme entre salas de museos me voy a París o a Roma,... La cosa es que Nueva York me parecía el sitio menos interesante de la faz de la tierra, a parte del más contaminado y pontencialmente más peligroso por el pequeño detalle de que un par de aviones habian decidido derrumbar un par de edificios muy altos llamados Torres Gemelas o algo así.
La gracia está en que, desde hace un par de meses, me muero por ir a Nueva York. Sueño con pasearme por la quinta avenida, perderme por el Central Park, admirar todas las obras expuestas en el MoMA... y todo por culpa de las series americanas ambientadas en Nueva York. Me presentan una ciudad dónde todo pasa y todo puede pasar, donde puedes conseguir lo que quieras y más. Donde puedes reír, llorar, conocer a gente, estrechar grandes lazos...
Así que gracias HBO y otras productoras, habeis conseguido que hasta la persona que más odio le tenia a la Gran Manzana, desee formar parte de ella.
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