Me han visto. Me han visto, me han mirado y uno hasta me ha sonreído. Ellos, los hombres invencibles, con sus corbatas y su derrame de infelicidad, que miran siempre hacia delante, hacia la meta, me han visto.
Como cada jueves me he encontrado paseando por la Diagonal de Barcelona destino casa del señor acupuntor (o mi tío, es lo mismo). Pero no ha sido un jueves normal paseando por la Diagonal ya que he descubierto que el autobús por una vez en la vida es un medio de transporte eficaz, llovía y el ambiente era... diferente. Así que mi mocca blanco, mi mochila del colegio, mi paraguas y yo nos hemos dispuesto a hacer el recorrido de siempre con gran alegría gracias a ese romper de la agradable monotonía de los jueves al mediodía, y cual a sido la sorpresa al ver que un señor de negocios me ha mirado. Si hubiera sido una persona cualquiera no me hubiera extrañado ya que el 99% de la gente que pasaba por esa acera iban en dirección contraria a mí (todavía no he sé si yo iba al revés del mundo o el mundo iba al revés de mí), pero que un hombre de negocios me mire es... es espectacular. Por fin he conseguido existir en la vida de esos particulares hombres que conozco y forman parte de mi vida pero hasta hoy a las 15:34 horas no era viceversa. Con la doble alegría que me ha causado este echo, he continuado andando todavía con más felicidad. Y cual ha sido mi otra sorpresa al ver que un segundo hombre de negocios me ha visto. Y un tercero. Pero un tercero de verdad, porque me ha sonreído. Sí, él, con su traje de 200 euros y su paso de hombre de negocios me ha sonreído. Y ha sido como una sonrisa de bebé, inocente y vertadera.
Más feliz que nunca y con unos andares que han iluminado toda Barcelona, he decidido gracias a la sonrisa del señor de negocios que quizás la vida es todavía más genial de lo que pienso en mis momentos más felices.
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