martes, 6 de abril de 2010

Ciegos

Iba arrastrándome por el deprimente metro de Barcelona a las cinco de la tarde, sabiendo que acababa de salir el tren que debia coger y que me tendria que esperar siete minutos. Siete minutos de mi mísera vida. Siete minutos de espera del primer día de clase después de unas ridículas vacaciones. Siete minutos menos de estar en casa. De repente, pero, lo entendí todo: ví a una chica ciega intentando bajar del metro sin que nadie la empujara y cayera y entendí el porqué de esos siete minutos de espera, y a la vez, mi escalera para subir del pozo y, porque no decirlo, mi acción humanitaria del día. Odio a la gente, sí, pero me he propuesto cambiar, o almenos no alimentar ese odio que sólo va in crescendo, así que me armé de valor y le pregunté si podia ayudarla. Me contestó que no. Me parece muy bien que los disminuídos sepan ser independientes, me alegro por ellos, creo firmemente en la igualdad, pero joder, sólo queria ayudar a una chica ciega a traspasar el campo lleno de minas llamado Plaza España a las cinco de la tarde de un día laborable, lo que se traduce en una multitud de gente corriendo sin orden alguno. Y me contestó que no. Creo en su autosuficiencia o lo que sea, pero no hace falta ser tan orgulloso y contestar como si te hubieran insultado.

Quizá me ofendió tanto por el mero hecho que la que necesitaba ayuda era yo, no ella, y que ella, en vez de darmela, me la arrebató de las manos. Quizá es que se huele el miedo, la desesperación y la miséria desde metros, y porque no, quizá las aparencias engañan y resulta que áquel que parece necesitar ayuda es el más fuerte, y el que parece que puede ayudar el más débil.
Igualmente, después me preguntan porque no soy amable. Con estos pequeños encuentros, ¿a quién le quedan ganas de ser amable?

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